Ser madre es uno de los roles más hermosos pero también más difíciles que existen. Es una responsabilidad gigantesca que nos llena de temor, pero también de satisfacciones. El sentimiento que las madres experimentamos no se compara a ningún otro y el amor incondicional que sentimos por nuestros pequeños tampoco.
El apego y el deseo de proteger a nuestros hijos comienza desde el primer día en el que nos enteramos que está creciendo un nuevo ser en nuestro interior. Pensar que se está formando un ser vivo y que hemos tenido parte en ese maravilloso milagro hace que nos sintamos llenas de alegría, amor y también, profundamente conmovidas.
Desde ese momento hacemos todo para proteger a nuestro cuerpo porque sabemos que es el primer hogar que le estamos brindando a nuestro bebé. Mes tras mes cuidamos nuestra alimentación, nuestros pasos y todo lo que pueda afectarnos a fin de resguardar a nuestro hijo(a).
Conforme pasan los días la emoción de querer conocerle se acrecienta, nos volvemos impacientes por tener esa primera cita y poder saber exactamente cómo es su piel, su cabello, su olor.
Entonces llega ese día tan esperado y por primera vez, nos lo presentan, su carita finalmente ve la luz del mundo, sus ojos expectantes parecen buscarnos con anhelo, y entonces, lo que sentimos no podremos explicarlo de manera exacta jamás, porque ese primer encuentro no puede describirse haciendo justicia a lo que realmente se siente. Solo podemos experimentarlo, disfrutarlo y guardarlo en nuestra memoria para siempre.
Ese pequeño ser indefenso dependerá de nuestro entero cuidado por un buen tiempo, pero cuando nos lo acercan y sentimos ese cuerpo calentito que protegimos por tanto tiempo, nos damos cuenta una vez y para siempre que nuestro corazón se ha dividido en dos y que el bienestar de ese nuevo ser vivo será hasta el fin de nuestros días nuestra máxima felicidad y anhelo.
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¡Asi de grande es ver a nuestro bebé por primera vez! ¡Al menos así es como medianamente puedo como madre tratar de explicarlo!